“La compañera de piso” que había tenido hasta el momento, había sido fantástica, pero, por otro lado, tener un cuarto para mi sola, me hacía sentir mayor.
Como toda persona que estrena nuevo hogar, quiere hacérselo suyo, personalizárselo…
Y fue ahí cuando empecé a darle importancia a todo lo que podían vestir aquellas paredes.
Igual tenía diez años no sé, pero comprendí que cada objeto debía tener su lugar y que sólo mantendría en “mi pequeño piso” lo justo.
Evité llenar por llenar.
A lo días comprobé que mi espacio se había convertido en un buen refugio.
Con el paso de los años, empecé a notar sensaciones en según qué lugares.
Recuerdo como era entrar por primera vez en pisos de amigos o familiares, sentía como si las paredes hablaran.
O lugares en los que no había estado hasta el momento y que me daban malas vibraciones.
Notaba una especie de “claustrofobia” en techos bajos.
Y estaba la mar de bien donde los muebles no ocupaban más metros de los necesarios.
Me gustaba leer entre líneas, la luz, las texturas, los objetos, siempre tienen algo que decir.
Noté en mi propio piso que si la silla quedaba a espaldas de la puerta no trabajaba a gusto.
Con los años fui descubriendo el feng shui, se puso de moda Mari Kondo, escuché sobre minimalismo, neuroarquitectura, psicología ambiental…. todo ello le ponía nombre y apellidos a lo que había sentido durante todos esos años.
El interiorismo me atraía, pero no lo estudié de primeras.
Y al final me dediqué a algo durante años que acabé detestando.